viernes, 30 de marzo de 2018

Si hay una Oui-ja rota...

Buenas noches desde el rincón en el que escribo.

Puede que a alguien le sorprenda el título de la entrada, pero en realidad se trata del de un relato que voy a compartir con vosotros, lo escribí hace bastantes años pero a mi me gusta mucho. Lo quiero rescatar del olvido y compartirlo con vosotros precisamente por ese motivo (porque me gusta). Sin más, el relato dice así:

Me llamo Clark Neuville vivo en Quebec y soy investigador privado. Sobre mi mesa se amontonan infinidad de carpetas con los informes de los casos ya resueltos, los que están por resolver y los que no hay forma humana de  resolver. Cojo la botella de Jack Daniel’s que descansa en el cajón inferior de mi escritorio metálico y bebo un largo trago de ella y tras taparla vuelvo a guardarla en su cajón. Vuelvo a meter la cabeza en el informe del asesino del Yukón, aún no me explico cómo hace ese cabrón para que no lo pillen.
Suena el teléfono en la habitación contigua, lo dejo sonar tres veces hasta que recuerdo que mi secretaria, Tiffany, hace dos días que se despidió. Por otra parte es lógico, todavía le debo tres meses, lo raro es que no lo hiciese antes. Descuelgo el auricular y lo acerco a mi oído derecho ya que en el izquierdo llevo un aro de oro y me molesta para hablar por teléfono. La voz que sale del aparato es de un hombre mayor, según dice,  mi abuelo me ha dejado la antigua casa familiar y todo lo que haya en ella en herencia. Puedo pasar cuando quiera a buscar las llaves. La primera buena noticia que recibo en varios meses. Parece que volveré a tener secretaria.
Tras colgar el teléfono cojo nuevamente el auricular y marco el número de mi viejo amigo Jacques. Es un tasador de primera. Tras explicarle la situación me cita delante de esa casa dentro de una hora. Tengo tiempo suficiente para pegarle otro tiento al Jack.
Salgo de mi oficina del antiguo edificio de la policía y me subo en mi adorado Mustang del 68. Arranco directamente en segunda y tras pasarme por la oficina del notario para recoger las llaves de la casa que he heredado llego ante la puerta de aquel caserón. Hacía tiempo que no venía por aquí y la recordaba acogedora y agradable. Ahora más bien me parece tétrica y un poco macabra. Busco con la vista a Jacques Lemieux, él es el mejor en su trabajo, y lo encuentro sentado en el capot de su viejo Ford Berlina. Me saluda alzando las cejas y yo le devuelvo el saludo de la misma manera. Luego se acerca lentamente a mí y nos fundimos en un abrazo, hacía mucho que no nos veíamos. Jacques saca una petaca del bolsillo interno de su americana y me ofrece, le digo que no con la mano y él bebe un largo trago. Luego yo le acerco mi cajetilla de Winston y el coge un cigarro, yo cojo otro y el me lo enciende con su mechero de oro. Parece que a él le ha ido mejor la vida que a mí.
Nos giramos los dos hacia la casa y nos acercamos a la enorme puerta metálica que separa la calle del jardín. Recuerdo el jardín verde y con un montón de árboles, las petunias de mi abuela, sembradas en un rincón llenaban de color el jardín. Pero ese colorido verde del césped y la copa de los árboles y multicolor de las muchas flores que mi abuela cultivaba ya no estaba. Ahora solo era marrón y triste. Había una alfombra marrón en el suelo formada por infinidad de hojas secas que se habían caído en algún otoño. Por fin me decido a abrir la gigantesca construcción metálica que era aquella puerta torneada y decorada con rosas de metal.
Jacques y yo avanzamos sobre aquella alfombra natural. El que en otro tiempo había sido el verde follaje de unos fuertes y poderosos árboles ahora crujía mustio y seco bajo nuestros pies. Es imposible que esta casa recupere el esplendor de antaño. Nos plantamos delante del pórtico de madera de cedro que da acceso al interior del caserón. Mientras busco en el bolsillo izquierdo de mi pantalón el llavín de cobre que abre la puerta oigo un crujir de hojas que se acerca a mí, el corazón me da un vuelco. Hay mucha gente que tiene motivos para matarme y que además han jurado hacerlo. Vaya día he elegido para dejarme la pipa en casa. Me giro lentamente aparentando tranquilidad, aunque estoy hecho un flan. Cuando me giro completamente la puedo ver avanzando con paso rápido hacia mí. Va vestida con unos ajustados tejanos azules con un descosido en la rodilla derecha, una camiseta blanca con una fotografía en blanco y negro de James Dean y unas bambas blancas de marca Nike. Cuando llega junto a mí me abraza y me besa apasionadamente. Se trata de Courtney, llevamos saliendo tres años y estamos pensando en casarnos, menos mal que no he traído mí nueve milímetros parabellum, no me hubiese hecho mucha gracia tener que ir de funeral un día tan alegre como hoy. Por lo visto las buenas noticias vuelan puesto que según me explica se ha enterado de lo de la herencia y viene a ver mi nueva casa.
Por fin abro la puerta y el chirrío que produce podría utilizarse en alguna peli de Cristopher Lee. Desde el  umbral del enorme portón puedo ver el gran salón en el que pasábamos el tiempo muerto y las escaleras que conducen al piso superior. Invito a entrar a mis dos acompañantes y cierro con cuidado la puerta, pero aun así chirría. Nos acercamos al salón y Courtney se queda prendada de la mecedora que usaba mi abuela. La había construido mi abuelo con madera de nogal, presumía de haber cortado el árbol con sus propias manos. Pero esa mecedora estaba polvorienta, llena de telarañas y el paso de los tiempos le había dedo un aspecto de fragilidad. Courtney le quita con la mano un poco del polvo que descansa sobre ella y se sienta. En el momento que lo hace yo cierro los ojos para no ver el batacazo que creó que se va a dar. Pero no oigo el ruido de tal batacazo, solo oigo el TAC-TAC que producen las patas de la mecedora al chocar contra el suelo.
Yo me acerco a la chimenea, en la misma que cuando era pequeño calentaba mi pan junto a los troncos ardientes que mi padre rellenaba a diario. Esa chimenea está ahora negra por culpa del hollín, y por la falta de cuidados.  También sirve ahora de pilar para el centenar de telarañas que tiene por todos los lados. Por fin cesa el tacatá de la mecedora y pido que me acompañen al piso superior. Subimos por las escaleras construidas con piedra negra de pizarra. Al pasar mi mano por el pasamano de metal recuerdo el día, cuando era muy pequeño, que me lancé resbalando por la barandilla y acabé estampándome con el suelo, partiéndome la nariz y abriéndome una brecha en la ceja izquierda que me supuso siete puntos de sutura. Ahora por lo menos puedo vacilar que la nariz me la partió un mastodonte de dos cientos kilos por intentar colarme en un local de moda.
Sin darme cuenta he llegado al segundo piso y me dirijo apresuradamente al que fue mi cuarto de niño. El suelo cruje bajo mis pies ya que parte de él es de madera. Cuando llego a la puerta de mi otrora cuarto la abro tan ilusionado como puede estar un crío cuando su madre le regala un caramelo. Tras abrir la puerta me siento en el borde de mi cama y cojo el que siempre ha sido mi juguete favorito, un peluche blanco, mi foquita Mik. Courtney y Jacques entran en la habitación en ese instante y yo escondo a Mik detrás de mí y me acerco a mi novia, la beso en la mejilla y le entrego a Mik y le digo que la cuide. Ella me besa en los labios y dice que le encanta. Son las ventajas de tener una novia que colecciona peluches, le regalas uno realmente alucinante y se queda tope de flipada. Les digo de que se queden viendo la casa, a mí no me apetece recordar más mi infancia. Yo les esperaré en la puerta. Solo quiero saber cuánto puedo sacar por esta casa y volver a mi oficina. Cuando salgo por la puerta me detengo un segundo observando por el quicio la cara de alucine que tiene Jacques. No puedo remediar mirar, aunque sea de reojo el físico monumental de Courtney, además, ahora que está un poco agachada es imposible de dejar de mirar su trasero. Está buenísima.
Bajo al primer piso y me apoyo en la pared junto a la puerta de entrada. De repente un extraño pensamiento se pasea por mis neuronas. ¿Qué era aquello qué  tenía esta casa y que era tabú para mí? Me dirijo rápidamente al salón y de  allí me dirijo a la cocina. Está igual a como la recordaba. La enorme mesa fabricada en Alaska con madera de pino español, ahora llena de minúsculos agujeritos producidos por la carcoma. Descansando sobre ella el libro de recetas de mi abuela. De ese libro sacó sus tortitas para el desayuno, sus crepes y su pastel de carne. El libro acumula ahora una buena capa de polvo, y manchas de humedad. Aquella cocina jamás volverá a ser la que yo recuerdo de mi infancia, tal vez nunca ha sido la que yo recuerdo. Pero no está aquí lo que yo busco. Salgo rápido de la cocina y me dirijo al cuarto de trabajo de mi abuelo. Abro la puerta y contemplo lo que allí hay. El caballete que utilizaba para pintar sus cuadros restaba de pie, gobernando el vacío de la habitación. Parece impérenme al paso del tiempo permaneciendo allí, preparado para que en cualquier momento alguien coloque un lienzo y empiece a trabajar en él. Pero tampoco está aquí lo que a mí me interesa. Salgo desilusionado y vuelvo junto al pórtico de entrada desistiendo así de buscar la llave de mi pasado que jamás conocí.
Cuando estoy a punto de llamar a mis acompañantes para dejar este lúgubre lugar se me enciende una bombillita. Me dirijo a toda velocidad al pasillo. Recorro el pasadizo a toda velocidad hasta que llego a su final. Delante de mí se alza una cortina roja de terciopelo que ahora, debido principalmente al paso del tiempo y ayudada por el polvo y las telarañas, restaba rosa y descolorida. Mi padre me prohibió que la atravesara cuando era niño, y mi madre me abofeteó repetidas veces una vez que me pilló apunto de atravesarla. Pero ahora la casa es mía y puedo ir donde quiera. Alargo mi brazo derecho para correr la cortina y en el momento en que toco la cortina noto como una mano me toca en el hombro. Se me escapa un grito de terror, estoy cagado de miedo. Me giro y me encuentro con un Jacques que se ríe de mi grito y a Courtney que me dice que no pasa nada. Menudo susto me han dado. Menos mal que Courtney hace que se me olvide el susto con el beso que me da. Abro la cortina y una misteriosa puerta negra aparece de detrás. Busco en mi bolsillo alguna llave que no sepa de que es. En mi bolsillo hay un pequeño llavín de oro que introduzco en la cerradura y lo giro hasta que oigo el ruido de que la puerta está abierta. Antes de  abrirla miro un instante por la pequeña ventana que da a la parte trasera del jardín y me detengo a observar la pequeña construcción utilizada como leñera y que yo utilizaba de cuarto de juegos. Vuelvo mi mirada hacia mis compañeros que esperan ansiosos saber que oculta la puerta negra. Por fin me decido y la abro.
El interior de aquella sala nos horroriza. Además de no tener ni una sola mota de polvo está decorada con multitud de dibujos ocultistas. Infinidad de estrellas de cinco puntas dentro de un círculo y con la cabeza de un macho cabrío en su interior y tres seises al lado, extraños textos escritos en un idioma desconocido y cosas por el estilo están por todas las paredes. Nos adentramos un poco más y debido a que las cortinas están corridas no vemos muy bien. Courtney se me acerca y me coge fuertemente de la manga de mi camisa de seda azul. Avanzamos un poco más y en un rincón, en el suelo, encontramos una tabla de Oui-ja partida por la mitad. Cuando Jacques la ve sale corriendo buscando la puerta y yo le pregunto que qué le ocurre y él me responde:

—Cuando hay una Oui-ja rota, es que un espíritu se ha liberado y puede atacar en una forma física. Si eso está aquí yo me largo.
Yo insisto en que no pasa nada pero él se dirige a la puerta. Cuando está a un solo paso de salir por la puerta esta se cierra de golpe y cuando Jacques intenta abrirla grita de pavor ya que según dice esta atrancada. En ese instante noto como los largos, finos y delicados dedos de Courtney me aprietan. En ese apretón puedo notar su miedo, está aterrada, yo también lo estoy, pero si lo demuestro nos desesperaremos ya que soy el único capaz de buscar la salida a esto. Jacques cae al suelo sollozando, parece un niño aterrado tras ver una película de miedo. Le digo que se levante, un tipo de treinta años no queda bien llorando de rodillas cual una Magdalena. Luego avanzo un poco más llevando siempre pegada a mí a Courtney. Delante de mí tengo algo parecido a un potro de tortura medieval. Es un banco de madera, no sé de qué tipo, con cuatro grilletes (dos para las manos y dos para los pies) y hay restos de sangre seca  en la madera y en los grilletes. Cuando Courtney ve eso se le escapa un grito terrorífico que suena seco y ahogado a la vez. Intento consolar a Courtney pero no hay manera de conseguirlo. Doy un paso más y veo una pequeña mesa con distintos artilugios de tortura, pero el que más me llama la atención es un pequeño cuchillo curvo. Vi uno igual cuando investigaba a una secta satánica en Philadelphia. No hay duda, es un cuchillo ritual utilizado para hacer sacrificios de humanos. Prefiero no comentarlo, tal y como están las cosas solo serviría para empeorarlas.
No aguanto más tiempo sin luz, esta luz tenue y lóbrega me está jodiendo la vista. Le digo a Courtney que me acompañe un paso más y corro una cortina dejando que entre la luz del día en la casa. La lobreguez cesa y me entretengo un instante mirando por la ventana, el viejo roble que utilizaba de escondite secreto ahora yacía muerto en el mismo lugar de siempre. Cuando devuelvo mi vista al interior puedo ver, aunque parezca increíble, la figura de mi abuelo delante de mí que me sonríe. ¿Cómo va todo, nieto? me dice y a Courtney se le escapa un grito que parece más bien un aullido de lo agudo que le sale. Me giro un momento y puedo ver como dos extrañas figuras humanoides están acercándose a Jacques una y a mi posición la otra. Un segundo después oigo un ruido por detrás y de reojo veo como el cuerpo de Jacques yace ahora inconsciente en el suelo. Mi abuelo me golpea un derechazo a la mandíbula y me deja sentado en el suelo, luego coge a Courtney y se la lleva al potro de tortura. Me levanto e intento dirigirme a mi abuelo, pero esa maldita figura que vi acercárseme me corta el paso. Vaya momento para dejarme la pipa en casa, aunque creo que ya os he explicado eso antes. Tendré que reducir a esto que me planta cara con mis conocimientos pugilísticos, porque, por si no lo sabéis, fui boxeador amateur de los pesos pesados y estuve a punto de ser campeón, lo evito un inglés que conducía un tráiler a las diez de la noche por una transitada calle de Vancouver. Le atizo un derechazo y luego le doy un crochet de izquierda, como todavía aguanta en pie le atizo un gancho de derecha a la mandíbula que lo aleja de mi un poquitín, lo justo para ver como mi abuelo coge el cuchillo ritual y lo levanta intentando clavárselo en el pecho de mí, ahora amordazada en el potro de tortura, prometida. Salgo corriendo hacia él, y cuando estoy a punto de llegar a mi antiguo querido pariente veo como un espadón baja a toda velocidad con la intención de atravesarme. No tengo tiempo de esquivarlo, solo tengo tiempo de ver como mi abuelo baja muy rápido el maléfico cuchillo buscando el pecho de Courtney. Que el Señor nos perdone y purgue nuestras culpas. 

Eso es todo por hoy, os espero en "Mi Rincón de Escribir". Nos leemos.

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