Buenas noches desde el rincón en el que escribo.
Hoy lo que quería compartir con vosotros es un relato inédito, en realidad una anécdota real de un tiempo pretérito. Se puede leer como relato o como monólogo para un club de la comedia privado o en petit comité pero al fin y al cabo es un relato corto. Sin más dilación espero que os guste.
¿Que
levante la mano aquel de los presentes que no la ha liado parda en una cena de
empresa? Así me gusta, pero aún así no todos la han levantado, por lo que
parece la señora del fondo o es muy formal, o no ha entendido la pregunta o se
le ha quedado sin pilas el sonotone. No, hablando en serio, quién más o quién
menos todos en alguna ocasión hemos tenido la sensación de haber hecho un poco
el ridículo en alguna cena con los compañeros de trabajo o incluso con los
jefes presentes. Muchas veces el responsable de esa sensación acostumbra a ser
el alcohol, mal compañero de viaje en estas situaciones. Ya sea por la
injerencia del vino de la casa, con o sin gaseosa, por una cerveza de más, por
los chupitos de después de comer, por la copa o cubata que te tomas entre risas
o por una mezcla de todo bien aderezada de risas charlas. ¿A qué ahora sí que
os veis todos reflejados en esta situación? Pues yo no y aún así he pensado,
“Tierra, trágame”.
Permitidme
que omita el año y el lugar en el que todo ocurrió, creo que aún están buscando
al responsable de tremenda hazaña y como además aún no ha prescrito, en
realidad dudo de que nunca lo haga, prefiero curarme en salud, por si las
moscas no he vuelto al lugar de los hechos en la noche de autos. Lo que si os
puedo decir es que era un viernes de diciembre, debía de ser entre la quincena
y el día de la lotería pues nunca he ido a una cena de empresa antes de
mediados de mes ni posterior al día de “la salud”. El lugar que mi amado jefe
había escogido para la ocasión era un lujoso restaurante tipo masía de los
muchos que pululan por los diferentes pueblos de la Cataluña, hoy, menos rural.
Por lo que nos había dicho durante ese día el menú era sencillo, una serie de
entrantes típicos de la zona (“Pa amb tomaquet”, embutidos varios,
“escalivada”, “esqueixada”, butifarra con “monchetas”, tortilla de patatas y
empanada gallega, estas dos últimas no son propias de la región pero las
incluían entre las especialidades locales). Los segundos se podrían escoger
entre los platos estrella de la casa, que en su mayoría eran carnes o pescados
a la brasa.
Yo
por aquellas fechas dependía exclusivamente del transporte público o de la
amabilidad de los compañeros para desplazarme pues carecía de carnet de
conducir y por consiguiente de vehículo propio así que para tan señalada
ocasión uno de mis compañeros se ofreció para hacerme de involuntario cómplice
de fechorías, quiero decir, de amable chófer. El problema era el siguiente, ni
él ni yo residíamos en la misma población ni tampoco ninguno lo hacía en la que
servía de sede social a la empresa a la que pertenecíamos. Así que, cual
decisión salomónica, decidimos encontrarnos en mitad de camino, esto es, en el
trabajo, en realidad en un bar cercano al que solíamos ir algún viernes al
acabar la jornada laboral. Yo ese día había decidido ponerme “guapo”, traje
tres piezas con chaleco todo en color gris, corbata negra con ribete rojo y
camisa blanca, zapatos bajos (en mi vida cotidiana me ponía botas o zapatillas
altas, de esas que agarran el tobillo) y melena al viento, ¡Cuánto la echo de
menos! Y esta no era corta, me llegaba hasta donde la espalda pierde su digno
nombre. La verdad, iba hecho un pincel, «Vas a parecer el jefe de la empresa»
se burlaba mi padre mientra me veía acicalarme mientras masticaba parte del
jamón de pata negra que acababa de entregarles y que previamente me lo habían
dado a mi como lote navideño. Así, de esta guisa, y con un abrigo largo azul
oscuro, pues hacía un frío que pelaba, salí de casa rumbo a la estación de
Renfe.
Como
salí con prisa olvide mis guantes en casa y también me dejé olvidado, para
variar, el reloj de pulsera que me había sacado para ducharme. Por suerte pude
comprobar la hora en el teléfono móvil, alias zapatófono por el tamaño, que
tenía en aquel momento. El tren llegaba con demora, como siempre. No hice más
que bajarme del tren en la estación de destino cuando recibí el primer mensaje
de texto, en aquella época no existía aún el bendito whatsapp, “No tardes, que
estamos ya con la primera estrella” rezaba aquel mensaje. He de decir que me
sorprendió. ¿Estamos? ¿no se suponía que tan solo me esperaba él? Con quien más
estaría. No quise preguntar pues ya llegaba tarde y era algo que detestaba. Así
que aceleré el paso cuanto me permitían mis ciento cuarenta y tres quilos de
por entonces, a estos no los echo de menos, con la precaución de hacerlo, además,
procurando no caerme pues las calles estaban mojadas por consecuencia de la
humedad reinante, ciertamente pareciera que las hubieran regado. Pero
finalmente acabé el recorrido en poco más de media hora en el cual mi teléfono
no dejó de vibrar y sonar indicando la llegada de mensajes que decidí no leer
para no perder más tiempo.
Cuando
estaba a unos diez metros de distancia del paso de cebra que debía de llevarme
a la entrada del bar que ibamos a utilizar como punto de encuentro, los vi
salir del mismo, era mi chófer circunstancial y otro compañero, el que por
cierto, no me caía demasiado bien. Así que ni corto ni perezoso eché a correr a
su encuentro con tanta fortuna que al pisar la primera banda blanca del paso
para peatones resbalé por la extraña pareja que formaron la humedad del suelo y
la suela dura de mi zapato acabando cuan largo soy (mido metro ochenta y cinco
centímetros) en mitad de la carretera. Me apresuré a ponerme de pie, aún hoy no
comprendo como pude levantarme tan rápido, con una sonrisa en los labios y
disimulando el dolor de las palmas de mis manos, pues me había hecho una
pequeña herida en una de ellas y la otra se había despellejado, y el de mis
rodillas. Me los encontré doblados por la risa, no hay duda que sé como hacer
una entrada espectacular en escena.
Después
de eso subimos a los coches, pues ellos dos habían traído cada uno el suyo, y
me di cuenta que los pantalones del traje se habían manchado un poco, de manera
casi imperceptible, de negro en la zona de las rodillas que había impactado en
el suelo. Traté de limpiarlos con la técnica heredada de nuestras abuelas,
chupar la punta del dedo y extender la saliva por la mancha. Conseguí justo lo
contrario a lo que deseaba, hacer que una pequeña mancha casi invisible
creciera hasta hacerse visible. Yo esperaba que fuéramos los primeros en llegar
al restaurante para que nadie viera mis pantalones sucios, pero al entrar al
comedor ya estaban todos allí y para acabar de redondear mi mala suerte, mi
caída, y no de Roma precisamente, fue el tema que sacaron para explicar nuestra
tardanza por lo que todos, repito, todos, compañeros y jefes, rieron toda la
noche a mi costa.
Por
suerte para mí no bebo y no metí más la pata durante la noche, pero eso no
evitó que me riera como el que más. Y ocurre algo muy gracioso, cuando me río
mucho se me hincha una vena en la frente lo cual provoca que la gente que me ve
se ría más y eso me lleva a mí a reír y por tanto a que se me hinche más la
vena y ponerme rojo y los otros a reírse a consecuencia de mi vena. Así que
aquel día, y por varias cenas en años sucesivos, fui motivo de risas, y eso que
como habéis visto, el alcohol no fue el culpable, no en mi caso al menos, pero
sí fue el que provocó las risas en los demás. Por cierto, también recuerdo que
de aquella cena me puse como el quico, cosa que era bastante normal en mí por
aquellas fechas, comí copiosamente de los entrantes, mi segundo fue un entrecot
con salsa de queso y con guarnición de patatas fritas y una espectacular mousse
de chocolate negro con virutas de chocolate blanco de postre. Y me lo pasé
genial. Me reí e hice que los otros rieran, ¡qué más se puede pedir! Y es que
las cenas es lo que tienen.
Por hoy es todo, nos vemos en "Mi Rincón de Escribir". Nos leemos.